Una vez más, os agradecemos que nos mandéis preguntas y aquí estamos repondiendo a ellas. A ver si la próxima es más divertida eso sí jajaja. Espero que exprese adecuadamente esta cuestión ¿vamos al tema? Por cierto, para mandar dudas: @BorjaMontano #CienciaEconomica y la página de facebook de Ciencia Económica.
Gösta
Esping-Andersen ha desarrollado una teoría para explicar las diferencias en
las evoluciones del Estado del bienestar. Su posición rechaza la visión
funcionalista marshalliana que ve el Estado del Bienestar como un producto de
la revolución industrial. Para este autor son las cuestiones políticas y la
historia de las coaliciones de clase lo que explica estas variaciones. Esping
Andersen ha distinguido tres tipos fundamentales: liberal, conservador y
socialdemócrata. Esta tipología pone el énfasis en las relaciones de clase y en
el modo en que el estado ha tratado de modificar las relaciones de mercado.
El primer modelo, de carácter liberal,
tiende a respetar el mecanismo de mercado como proveedor de bienestar. Se
potencia la protección social privada y la pública ocupa un lugar subsidiario y
atiende sólo a los que son capaces de demostrar la insuficiencia de medios
económicos. De acuerdo con ello la atención del Estado se dirige a los casos
marginales, mientras la franja productiva de la población se tutela con seguros
de empresa o privados. Este modo implica un alto grado de estratificación
social y de desigualdad. Son, por ejemplo, los casos de países como Canadá,
Australia y EE.UU.
El modelo americano es lo más
parecido al liberal clásico. En Estados Unidos, la intervención del estado es
limitada, y la redistribución de la riqueza es un objetivo secundario. Los
programas sociales sólo cubren a la población más pobre, los subsidios de
desempleo son escasos y duran poco, y la sanidad es mayoritariamente privada,
con programas públicos sólo para los jubilados y gente con renta muy baja. El
mercado laboral está desregulado, con un salario mínimo simbólico y una
protección escasa.
El resultado de este modelo es, en
líneas generales, conocido. Unos niveles de desigualdad considerables, una
escasa movilidad social, y curiosamente una natalidad bastante decente. Ser
pobre aquí es peor que en cualquier otra parte, no como se dice a menudo; no
hay apenas servicios públicos, el coste de la vida es muy alto, y las
bancarrotas personales son abundantes, por no hablar de la delincuencia.
En el segundo tipo, de carácter cristianodemócrata,
el estado interviene en el mercado, pero no sobre la estratificación
social. Se mantiene la existencia de mutuas y las prestaciones son
correspondientes al rédito de partida. Una de las características es la
intervención del estado en la defensa y mantenimiento de la familia como
proveedora de bienes y servicios sociales. La familia se convierte en uno de
los puntales de las políticas sociales. Su estructura de seguros sociales
tiende a fomentar una gran diversidad de sistemas ligados al corporativismo y
al estatus social y profesional. La intervención del estado es, como en el
modelo liberal, subsidiaria. Este es el caso de países como Austria, Francia,
Alemania e Italia.
Alemania es el ejemplo clásico del
modelo continental europeo, o estado de bienestar cristianodemócrata. En este
modelo, la intervención del estado es considerable, pero sin embargo la
voluntad redistributiva es limitada. Los programas sociales cubren a toda la
población; sin embargo en muchas ocasiones el nivel de estos dependen del nivel
de renta previo. El volumen del subsidio de desempleo, por ejemplo, está en
relación a lo que se cobraba antes, al igual que las pensiones. Además, los
programas universales no acostumbran a tener una calidad estelar, de modo que
las clases altas a menudo recurren a sector privado. Tienen mercados laborales
férreamente regulados para proteger a los que tienen empleo. El resultado de estas políticas son sociedades
relativamente igualitarias, con niveles de movilidad social no demasiado altos,
con niveles de pobreza no excesivos pero con altas
tasas de desempleo merced de la
regulación laboral. Los niveles de natalidad varían bastante, aunque no
acostumbran a ser altos (Francia es la excepción).
En el tercer tipo, socialdemocracia,
el estado interviene no sólo sobre el mercado, sino sobre la estratificación
social. Se da así una preeminencia de los servicios nacionales únicos y las
prestaciones son universales, es decir, iguales para todos. Este universalismo
permite lo que el autor ha denominado la decommodification, que supondría el
grado en el cual individuos y familias pueden acceder a un nivel de vida
aceptable independientemente de su participación en el mercado. Este modelo
tiende así a lograr altos niveles de igualdad social. El caso paradigmático es
el de los países escandinavos.
El modelo sueco es el de la
socialdemocracia por excelencia. Aquí el estado interviene con fuerza en la
economía, y su prioridad es la redistribución de la renta y la igualdad de
oportunidades. Los programas sociales son extensivos y cubren a toda la población.
Los servicios públicos acostumbran a ser excelentes; sólo los muy ricos no los
usan. El estado tiene agresivas políticas de apoyo a la familia en forma de
servicios sociales, bajas por m/paternidad, guarderías y ayudas directas, con
lo que la natalidad es bastante alta. En cuanto al mercado liberal, la
regulación es escasa, con despidos baratos, pero el generoso subsidio de
desempleo y las agresivas políticas de inserción laboral compensan esta
vulnerabilidad.
El resultado de este modelo es el de
sociedades extremadamente igualitarias, con altos niveles de movilidad social,
y niveles de pobreza ridículos. Todo eso con niveles de natalidad elevados,
envidiable niveles de competitividad industrial e innovación gracias a una mano
de obra muy bien preparada, y una apertura al comercio exterior y la
globalización altísimas.
Si miramos el PIB por hora trabajada, Suecia, Francia y Estados Unidos
tienen un nivel de ingresos similar. Los americanos son más ricos, en parte
porque trabajan de media un 30% más de horas a la semana que los franceses (más
de 50 horas de media a la semana). El Estado del bienestar, en contra de lo que
se dice a menudo, tiene un efecto muy pequeño sobre el nivel de riqueza de un
país, pero sí lo tiene sobre la distribución de la renta y el mercado laboral.
Por lo tanto, cuando se habla de crisis del estado del bienestar, uno
debe andar con cuidado. Sí, la baja natalidad en Italia o Alemania ponen en
peligro las pensiones, pero no es así en Estados Unidos o Suecia. La sanidad es
un desastre en América, no en el resto del mundo; y el paro es grave en Europa
continental, pero no en Escandinavia. No hay un estado del bienestar, hay
varios. Y no, no afectan a la riqueza sino a la distribución de esa riqueza.
En el caso de España, está en un grupo especial, junto con Portugal y
Grecia, se parece a los sistemas cristianodemócratas, aunque es más limitado
que estos.
Una de las características más llamativas del Estado del bienestar
español es su escasa financiación, lo cual explica su escaso desarrollo. Según
los últimos datos disponibles de Eurostat, la agencia estadística de la Unión
Europea, España tiene el gasto público social por habitante más bajo de la
UE-15 (el grupo de países de semejante desarrollo económico al español).
Como consecuencia de ello, los servicios públicos del Estado del
bienestar (tales como sanidad, educación, servicios domiciliarios a las
personas con dependencia, escuelas de infancia, servicios sociales, vivienda
social, entre otros) están muy poco desarrollados.
Sólo una persona adulta de cada diez trabaja en España en tales
servicios. En Suecia, el país que tiene un Estado del bienestar más
desarrollado, es una de cada cuatro. De nuevo, España es el país que tiene
proporcionalmente menos personas trabajando en tales servicios públicos de toda
la UE-15.
España se gasta en el Estado del bienestar mucho menos de lo que
debería gastarse por su nivel de riqueza. Es una falsedad, por lo tanto,
indicar que nos gastamos más en el Estado del bienestar de lo que podemos
permitirnos. El país tiene recursos. Lo que ocurre es que el Estado no los
recoge, y ello es resultado de que la mayoría de las rentas superiores no
contribuyen al Estado en los mismos porcentajes que sus homólogos en la mayoría
de países de la UE-15. Su contribución fiscal real (y no nominal) es mucho
menor de la existente para estos grupos de renta en los países del centro y
norte de Europa. El fraude fiscal es mucho menor en estos países que en España
(y en los otros países del Sur de Europa, como Grecia, Portugal e Italia, que,
no por casualidad, son los países de la eurozona que tienen mayores
dificultades en pagar su deuda pública).
Tal fraude fiscal se concentra en los sectores más pudientes. Según
los técnicos de la Agencia Tributaria del Estado español, el 71% del fraude
fiscal lo realizan las grandes fortunas, las grandes empresas que facturan más
de 150 millones de euros al año (que representan sólo el 0,12% de todas las
empresas), y la banca, alcanzando la enorme cifra de 44.000 millones de euros
al año, que, en caso de que se recogieran por el Estado y se gastaran en su
Estado del bienestar, reducirían dos tercios del déficit de gasto. No es pues
que no nos podamos pagar el escasamente financiado Estado del bienestar, sino
que el Estado no ha hecho lo que debería, es decir, enfrentarse con estos
poderes fácticos y grupos sociales minoritarios para recoger lo que el país
requiere.
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