sábado, 23 de noviembre de 2013

¿Por qué odiamos a los ricos?

Opinión de: Jesus Andreu


Aunque resulte chocante decirlo en tiempos crisis, en las sociedades libres la riqueza se ha democratizado y el número de grandes fortunas, antaño reservadas a unos pocos, es cada vez mayor; lejos quedan los tiempos en que figuras como la de Howard Hughes se contaban con los dedos de una mano. Además, pese a que a menudo no sea suficiente con el tesón, en la actualidad el origen social no resulta tan determinante para, como dicen los anglosajones, “hacer dinero”. Menos aún en un mundo en constante mutación en el que hay que actualizarse continuamente en cualquier ámbito: innovar o morir.

Pero no por ello ha desaparecido la animadversión que despiertan los ricos y que ha repuntado en un ambiente de recesión. Para explicar este sentimiento hay quien apunta al recurso fácil de la envidia como gran vicio nacional, como una pulsión inherente al ser humano y casi un aliento vital en el “ser humano español”. Sin embargo, me parece mucho más racional utilizar un enfoque histórico-cultural y acudir a factores ideológicos y religiosos para entender el fenómeno. De hecho, en países de tradición católica como el nuestro pesa aún la moral que se desprende de esta doctrina. Ya se sabe: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos”.

En el antiguo régimen, este desprecio por la riqueza fue ampliamente utilizado por el poder como modo de contentamiento del pueblo y por la propia Iglesia como método de recaudación entre los acaudalados. Si a ello se añade la llamada “limpieza de oficios”, con su radical desprecio por el trabajo, se produce una marca tan nociva como indeleble en el subconsciente colectivo. No obstante, del mismo modo que el castigo bíblico no está en el trabajo, sino en el sudor que acarrea, el dinero no es malo en sí; solo lo es la riqueza fácil, injusta o deshonesta, la avaricia en suma.

El desprecio por la riqueza fue ampliamente utilizado por el poder como modo de contentamiento del pueblo
La modernidad, lejos de atemperar estas fobias, las exasperó gracias a la prevalencia en Europa —cuando menos, en la Europa continental— de un pensamiento izquierdista que anteponía la consecución de la igualdad al ejercicio de la libertad. Dicho sea de paso, el propio Bertrand Russell señaló cómo “la doctrina igualitaria de la democracia y el socialismo han ampliado enormemente la esfera de la envidia”.

Sin necesidad de desterrar por entero los ideales igualitarios, en gran parte compatibles con los de la libertad, acaso la clave de su anacronismo radique en el cuestionamiento de la propiedad privada, convicción de una hipocresía inaudita por cuanto esta nunca desaparece, sino que, según muestra la experiencia comunista, pasa de manos de unos cuantos a las de unos pocos. En el amplio estudio que Antonio Escohotado lleva dedicado a la historia de “los enemigos del comercio” queda agudamente trazada la genealogía de dicha “conciencia roja”.

Sin duda, todos estos condicionantes, junto al del estatismo franquista, andan detrás del tardío impulso que el empresariado ha experimentando en España, tanto más grave por cuanto las exigencias burocráticas han planteado históricamente innumerables obstáculos a la apertura de negocios.

Pervive un fuerte “estatismo” a derecha e izquierda del espectro ideológico y una especie de miedo a la libertad
Por si fuese poco, la sociedad —afectada por las estrecheces del momento— continúa arrastrando una inveterada desconfianza hacia la clase empresarial y, me atrevería a decir, a la competencia y el libre mercado. De acuerdo con una investigación de la Fundación BBVA, un 78% de los españoles piensan que el Estado debe controlar los beneficios bancarios y el 65% creen que ha de mantener los precios bajo control (porcentajes mucho mayores que en el resto de Europa). Es decir, pervive un fuerte “estatismo” a derecha e izquierda del espectro ideológico y una especie de miedo a la libertad.

Es más, según el Pew Research Center, el 67% de los ciudadanos prefieren que los poderes públicos garanticen que nadie viva desprotegido a que estos se inmiscuyan en su capacidad autónoma de organizarse la vida. O sea, se muestran dispuestos a que el Estado entre en todos los aspectos de sus vidas. Se trata de un clima de opinión que ojalá puedan revertir las actuales iniciativas reformistas, las cuales —unidas al aumento de las exportaciones y al incremento de las inversiones extranjeras— parecen estar estimulando un entorno financiero favorable y una ligera mejora de la imagen del empresario como verdadero generador de empleos.

Pocos recuerdan la proclama dirigida al pueblo francés por quien fuera su jefe de Gobierno de facto en la década de 1840, François Guizot: “¡Enriqueceos!”. Esgrimida frecuentemente como ilustración de la miserable ética empresarial, conviene —como nos han recordado Miguel Ángel Cortés y Xavier Reyes— contextualizar la cita en el cuerpo de su discurso: “… los derechos políticos, los tenéis de vuestros padres, es su herencia. Ahora, usad esos derechos; fundad vuestro Gobierno, afirmad vuestras instituciones, enriqueceos, mejorad la condición moral y material de Francia”. De esta forma, el alegato completa su sentido cívico e innovador, plenamente moderno y aplicable a la España y la Europa contemporáneas. Es un buen antídoto frente al estigma que sigue persiguiendo a aquellos que se han labrado su fortuna a golpe de esfuerzos, talento, fracasos y riesgo.

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